Libros de Sangre Vol. 4 by Clive Barker

Libros de Sangre Vol. 4 by Clive Barker

autor:Clive Barker
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Terror
publicado: 1985-01-01T05:00:00+00:00


Cómo se desangran los expoliadores

Locke elevó la vista hacia los árboles. El viento se agitaba entre las copas, y la conmoción de las ramas cargadas sonó como el río en plena creciente. Se trataba de una entre miles de representaciones. La primera vez que había llegado a la selva, le había asombrado la multiplicidad de bestias y flores, el implacable desfile de la vida. Pero ya había aprendido. Esa diversidad germinativa era una impostura: la jungla fingía ser un jardín natural. No lo era. Allí donde el ingenuo intruso veía sólo un brillante despliegue de esplendores naturales, Locke lograba reconocer que se gestaba una sutil conspiración en la cual cada cosa era el reflejo de alguna otra. Los árboles, el río; un capullo, un pájaro. En el ala de una mariposa, el ojo de un mono; en los lomos de una lagartija, los rayos del sol sobre las piedras. Vueltas y vueltas en un vertiginoso círculo de representaciones; una galería de espejos que confundía los sentidos y que, con el tiempo, llegaba a carcomer la razón. Fíjate en nosotros —pensó ébriamente mientras estaban de pie, alrededor de la tumba de Cherrick—, también estamos dentro del mismo juego. Vivimos, pero representamos a los muertos mejor que los muertos mismos.

El cuerpo estaba cubierto de costras cuando lo elevaron para meterlo en un saco y conducirlo hasta aquel miserable trozo de terreno, detrás de la casa de Tetelman, para darle sepultura. Había una media docena de tumbas. Todas de europeos, a juzgar por los nombres rudamente grabados a fuego en las cruces de madera, muertos por el calor, las víboras o la añoranza.

Tetelman intentó decir una breve plegaria en español, pero el rugido de los árboles y la algarabía de los pájaros, que regresaban a sus moradas antes de que cayera la noche, la ahogaron. Al cabo de unos instantes, se dio por vencido y todos regresaron al fresco interior de la casa, donde Stumpf estaba sentado, bebiendo brandy y mirando con expresión vacía la mancha oscurecida de los listones del suelo.

En el exterior, dos de los indios domesticados de Tetelman echaban con las palas la fértil tierra de la selva sobre el saco de Cherrick, ansiosos por acabar con el trabajo y marcharse antes del anochecer. Locke los observaba desde la ventana. Los sepultureros no hablaban mientras trabajaban; se limitaban a llenar la tumba poco profunda y a aplanar la tierra lo mejor que podían con las plantas de los pies, duras como el cuero.

Las patadas asestadas al suelo adquirieron un ritmo. A Locke se le ocurrió pensar que quizá fuera el mal efecto del whisky barato; conocía a pocos indios que no bebieran como cosacos. Tambaleándose un poco, comenzaron a bailar sobre la tumba de Cherrick.

—¿Locke?

Locke se despertó. Un cigarrillo brillaba en la oscuridad. Cuando el fumador le dio una calada y la brasa ardió con más intensidad, de la noche surgieron las facciones gastadas de Stumpf.

—Locke, ¿estás despierto?

—¿Qué quieres?

—No puedo dormir —repuso la máscara—, he estado pensando. Pasado mañana llegará el avión de suministros que viene de Santarém.



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